El arte del buen decir: palabras para la amistad cívica

En medio del fragor preelectoral, donde los eslóganes saturan las redes sociales y las consignas buscan viralidad más que veracidad, una candidata presidencial ha denunciado una supuesta “campaña de desinformación” articulada por redes digitales.

Independiente de la veracidad del hecho puntual, lo que resulta digno de atención no es tanto la acusación en sí, sino lo que revela: la creciente incapacidad del político contemporáneo para habitar con altura el terreno del lenguaje. Y con ello, el progresivo olvido de lo que los antiguos llamaban el arte del buen decir.

Desde los días de la república romana, la palabra prudente fue entendida como el bien primero del político. Cicerón, maestro de la elocuencia, afirmaba que el orador debía unir en su discurso la sapientia y la eloquentia: sabiduría y belleza verbal. No bastaba con tener razón; había que decirla bien. Y decirla bien no significaba manipular, sino dar forma noble a la verdad para hacerla amable a los ciudadanos. “Vir bonus dicendi peritus”, decía Quintiliano: un hombre bueno, hábil en el arte de hablar. No basta con hablar; hay que hacerlo con dignidad, con justicia y con donaire.

La palabra política es palabra pública, es palabra para la convivencia. Tertuliano, en un contexto ya cristiano, comprendía que el verbo humano debía parecerse al Verbo divino: portador de sentido, revelador de lo invisible, guía de las acciones. Hablar no era un mero emitir sonidos, sino configurar el mundo común con la propia voz. Por eso, una mentira, un insulto, una acusación destemplada o una ironía burda no solo ofenden al adversario; deterioran el mundo compartido que intentamos vivir.

Aristóteles, por su parte, dedicó su Retórica a mostrar cómo el discurso se convierte en arte cuando apela a la razón (logos), al carácter del hablante (ethos) y a la disposición afectiva del auditorio (pathos). Pero en su Ética a Nicómaco, hay un capítulo breve y luminoso —generalmente olvidado— donde se refiere al eutrapelos, el hombre dotado de donaire. ¿Quién es ese ciudadano ejemplar? No es el charlatán ni el bufón; tampoco el adusto ni el seco. Es quien habla con gracia y oportunidad, que sabe alegrar sin rebajar, bromear sin ridiculizar, conmover sin manipular. Su palabra está marcada por la agudeza sin crueldad, la cortesía sin servilismo y la mesura sin frialdad. El eutrapelos domina la rara habilidad de hacer amable la conversación sin perder la verdad; y en política, eso es ya medio camino hacia la amistad cívica.

Decía Aristóteles que el donaire, consiste en “decir lo que se debe y cómo se debe.” Y no hay mejor descripción del arte político que esa. No basta con denunciar un hecho; importa el modo. No basta con tener la razón; importa tener también razón en el modo de expresarla. Esta es la raíz del donaire, y José María Desantes lo ha expresado de manera bella y profunda en el breve pero luminoso ensayo en el que comentaba el texto de Aristóteles: Del donaire en el decir: el donaire no es superficialidad ni mera galantería; es la expresión exterior de un alma bien ordenada.

El hombre que dice lo que debe y como debe es, para Desantes, un hombre de bien, es decir, alguien que se somete libremente al orden moral. Pero también es un hombre de buen gusto, no en el sentido estético frívolo, sino en cuanto sabe elegir las palabras que convienen a cada persona y circunstancia, con respeto, tacto, buen tono, belleza y sentido común. Quien obre así, “será en sus relaciones como una ley perpetua para sí mismo”.

Ese hombre, precisamente por su dominio de la palabra, es también verdaderamente libre. Porque quien no domina su lenguaje termina dominado por sus impulsos, su partido o sus prejuicios. Pues según la manera de decir puede deducirse y juzgarse los caracteres de quienes dicen. Solo el hombre que habla con verdad y mesura es dueño de sí. Y en política, nadie puede aspirar a gobernar a otros si no gobierna primero su lengua.


La degradación del lenguaje político es una señal de la degradación de la política misma. Cuando el político habla mal —no solo con errores gramaticales, sino con cinismo, violencia o torpeza—, no se deteriora solo su imagen, sino también la confianza en la deliberación, la posibilidad de persuadir sin imponer y, en última instancia, la esperanza de convivir en paz.

Decía Isócrates que los jóvenes deben ser formados en retórica no para ser sofistas, sino para ser ciudadanos. La palabra, bien usada, genera vínculos; mal usada, disuelve toda comunidad. Hoy, que muchos confunden libertad de expresión con impunidad verbal, urge recuperar la antigua virtud del buen decir. Porque quien habla con nobleza, edifica; quien miente, difama o rivializa, destruye. Y una república no puede sostenerse solo en leyes o votos, sino en un lenguaje común que nos recuerde que somos, ante todo, interlocutores en la tarea de ordenarse al bien común.

Recuperar el arte del buen decir no es una nostalgia conservadora, sino una exigencia republicana. Porque cuando las palabras se descomponen, la amistad cívica se disuelve. Y sin amistad, como bien lo sabía Aristóteles, no hay ciudad posible, lugar por excelencia de la vida política.

Santiago del Nuevo Extremo, 30 de Julio del 2025.
San Pedro Crisólogo.


El Autor:

Juan Carlos Aguilera P.
Dr. Filosofía y Letras. Universidad de Navarra.
Catedrático de Filosofía. Director de Empresas Familiares.
Fundador del Club Polites.
Contacto: 569 91997881.

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